JARA Y SAMUEL

Le reconocía por la voz.

A la persona que vivía al lado, en aquel bloque de apartamentos que parecían hechos de papel de arroz. Podía escuchar incluso el pequeño ruido del tapón del bote de champú al abrirse y cerrarse.

O el gemido del sofá cada vez que se sentaba.

Sonidos tontos, rutinarios, que se repetían en cada apartamento y no tenían nada de especial.

 Pero para ella, todos los sonidos relacionados con «aquella voz» tenían enorme sentido.

Lo que en un principio fue mera curiosidad, se convirtió en poco tiempo y de forma gradual, en lo más importante de su existencia.

Ni siquiera sabía el nombre del dueño de la voz, tampoco podía asociarla con un rostro, con una postura, con unos gestos…

Era cierto que tenía curiosidad.

Pero las circunstancias habían hecho imposible su encuentro hasta el momento y, de todas formas, ella se resistía a conocerle en persona, puesto que, aquella voz era ya un mito de sus fantasías. Tal vez encontrarle un rostro y una vida, haría que se rompiera el encantamiento.

Podía ponerle mil caras y darle mil existencias apasionantes. No se cansaba nunca. Sólo temía una cosa: que un día aquella voz desapareciera de su vida. O que sus oídos se negaran a seguir escuchándola.

Jara se acomodó en el sofá envuelta en su albornoz, recién salida de la ducha.

EL cabello le rozaba los hombros, ondulado, color tarta, espeso.

Sorbía de su lata una cerveza sin alcohol, mientras miraba fijamente sus gafas, sobre la mesa negra y baja de su pequeñísimo salón.

Aquellos apartamentos eran casi diminutos, pero confortables. Perfectos para personas solas.

Arrebujó los pies debajo del albornoz, apretando los dedos gordos contra el cuero blanco del sofá de anchas espaldas.

Esperaba que el silencio se rompiera cuanto antes, por supuesto, con aquella voz, la voz de la persona que vivía al lado.

Llegó Samuel, su hermano, de la playa. Con una toalla sobre el hombro y un palo de helado en la boca.

Aquel verano lo pasaba con ella, puesto que debía atender a unos cursos de interpretación para conseguir más créditos de libre elección en su expediente universitario.

_ No entiendo cómo puedes levantarte tan temprano…- pensó en voz alta Jara, observando la piel morena, brillante de su hermano.

_ No tengo mucho sueño…- repuso él, preparándose leche fresca chocolateada.

Callaron los dos, mientras Samuel removía con la cucharilla la leche en un vaso alto.

Jara recordaba en esos momentos, muchas cosas de cuando empezaron a hacerse mayores, cuando eran apenas adolescentes.

Aquel era un tema tabú para los dos. Una caja cerrada con mil candados, bien oculta, maldita por un conjuro hecho a base de silencios e incomprensión.

 Jara se quitó el albornoz y lo tiró sobre el sofá. Desnuda, fue a la cocina, pasó junto a su hermano y se sirvió un zumo de naranja.

 Lo hacía a propósito, una estúpida venganza por todas las cosas que no se podían decir en voz alta. Se vengaba de los dos: de Samuel por callar, comportándose como el mejor de los hermanos.

Se vengaba de ella misma, por no ser capaz de preguntar, hablar sin tapujos sobre «aquello».

Samuel no se sentía molesto porque su hermana anduviera desnuda por la casa, sino porque sabía lo mucho que le reprochaba ella, desde aquel día en el instituto…Ya habían pasado diez años.

Jara y Samuel no iban al mismo instituto. Samuel quería hacer Bachillerato Artístico en la ciudad vecina.

Quiso ir allí de todas todas, a pesar de lo complicado que era para él, sobretodo porque debía pasar el día entero fuera y estar pendiente de los autobuses o los trenes e cercanías.

Jara le echaba de menos, se colgaba de él los fines de semana, no le dejaba un segundo… Hablaban mucho antes de dormir, en aquellas literas de la casa de sus padres: Jara arriba, Samuel, el mayor, abajo.

_ Podría ir a verte…Tengo libres los miércoles…- le sugirió Jara, jugando con su rizado pelo, mirando al techo.

_ Pero si no hay nada que ver – le respondió, poniéndose de lado, acomodando la cabeza en la almohada, frotando pie con pie.

_ Parece como si no quisieras que fuera a verte…

_ No es eso…Pero es mejor que no vengas, mamá se enfadará si vas sola. Ya la conoces.

– Hmm…- Jara sintió aún más ganas de ir.

Tenía el presentimiento de que su hermano ocultaba algo. Probablemente ya tenía novia…Quería saber quién era, si era guapa, si tenía un nombre bonito…

Se asomó, mirándole desde su litera, los cabellos colgando como hiedra enredada.

_ ¿Me ocultas algo? – preguntó muy seriamente, puesta en juego la confianza que se tenían.

_ No.

La respuesta fue rotunda, lo suficiente como para que Jara se acomodara y cerrara los ojos, feliz, pensando en lo tonta que era por dudar de Samuel.

Siempre habían estado juntos, se lo habían contado todo, eran uña y carne. Imposible que su hermano no le contara algo tan importante como que ya salía con alguien….Ella en su lugar, lo haría.

El siguiente miércoles cogió el autobús. Sin uniforme, con sus vaqueros preferidos y la bolsa llena de bollos de chocolate y hojaldres, miraba por la ventanilla, ilusionada con la idea de sorprender a Samuel y poder conocer a sus compañeros de clase.

Era la hora de la comida. Los estudiantes que no podían ir a casa solían comer en el bar del instituto. Jara creyó que encontraría fácilmente a su hermano. Pero no tenía ni idea de cómo era aquel sitio…El bar estaba lleno hasta los topes y el humo del tabaco era insoportable.

Jara, con la bolsa cogida contra su pecho, intentaba hacerse paso entre el tumulto: jóvenes que se pasaban bebidas y bocadillos desde la barra hasta las manos ávidas, que pasaban el dinero y gritaban de forma ensordecedora.

Más al fondo, detrás de unos altos biombos, el comedor de los profesores. Al centro siguiendo la hilera de ventanales bajos, las mesas de fórmica en donde los privilegiados comían de sus fiambreras o mataban el gusanillo con sándwiches y bollería.

Jara se sentía cohibida: sólo tenía trece años y aún no había tenido la oportunidad de ir si quiera a una discoteca. Aquello era bastante caótico, los chicos la miraban, las chicas parecían muy seguras y mayores…

_ ¡Hey!

Un chico acababa de metérsele casi en las narices. Se echó atrás, encogida, temiéndose haber hecho algo malo.

_ Eres hermana de Samuel ¿verdad? – le dijo sonriente.

Jara se fijó en los piercings que llevaba y asintió con un rápido movimiento de la cabeza.

_ Te conozco por fotos, soy amigo de tu hermano, ¿qué haces aquí? – hablaba y saludaba aquí y allá a la gente que pasaba, todo a la vez.

Jara se preguntaba cómo lo hacía para no confundirse o mejor dicho, para no terminar agotado.

Era un tipo extraño, preguntaba y se respondía a las preguntas sin esperar que lo hiciera ella.

_ Si le estás buscando, le acabo de ver ir al paseo que hay detrás del bar – le dio un par de besos, uno por mejilla, dejándola pasmada, y se despidió con la misma velocidad con la que había aparecido.

Los empujones de la gente se hacían cada vez más pujantes y fuertes, el humo del tabaco se le aferraba a la garganta. Salió de allí como quien sale de una atracción de parque abarrotado.

El agradable silencio de los chopos y del cielo calmo cruzado de nubes le alivió enormemente.

Con la bolsa de escudo delante de su pecho, siguió el camino que llevaba a la parte trasera del bar.

La casa del conserje estaba allí, pequeña y sencilla, con un par de macetas de geranios en cada ventana.

Empezaba a arrepentirse de haber cogido el autobús aquella mañana. Caminó decidida por el estrecho pasaje lateral, que le llevó hasta la parte trasera del enorme instituto. Se detuvo de golpe: había algo detrás de la pared de la siguiente esquina.

Se podía oír algo…

Al principio, no supo definir qué eran aquellos sonidos. Jadeos, suspiros…No…era más bien una pelea, un forcejeo, tal vez un juego.

Pegó su trémula espalda a la pared, aguantando la respiración, el corazón latiéndole muy deprisa.

Apretó contra sí su bolsa, incapaz de creer la verdad de lo que estaba escuchando.

Levantó la vista, tragando saliva.

Los gemidos continuaban, como el peor de los martirios para su confusa mente.

Era Samuel. Era la voz de su hermano. Otra voz le seguía el ritmo:

_ Más… ¡Más!

Jara se encontró con un inoportuno espejo al levantar los ojos: una ventana de la casa del conserje, le daba el perfecto reflejo de un chico desconocido que apretaba las nalgas de Samuel contra su cadera. Samuel se sacudía ahogando lo que podían ser tremendos gritos. El otro joven cerraba los ojos, jadeando, resbalando el sudor por la frente hasta la nariz, totalmente extasiado.

Samuel, con las rodillas a la altura de los brazos del otro, aferrado a su cuello, temblaba y vibraba con lasciva fuerza.

Jara no podía respirar, ni moverse.

Cerró los ojos, apretando los párpados con todas sus fuerzas, al borde del llanto.

Cuando se dio cuenta, ya se había acabado todo, y los dos jóvenes hablaban con naturalidad, subiéndose los pantalones.

 Entonces entró en pánico. Decidió correr.

Corrió sin mirar atrás, tan deprisa como le permitieron sus piernas, blandas como si fueran de mantequilla.

Corrió hasta la parada del autobús y no empezó a llorar hasta llegar a casa, en la cama de arriba de las literas, en la habitación que hasta entonces había sido de un par de niños sin más preocupaciones que poder comer chocolate en la merienda.

Desde aquel día, Jara y Samuel se distanciaron. Y aunque Samuel no sabía el porqué de la frialdad de Jara, su sentido de culpabilidad por ser homosexual, le hacía comprenderla y permitirle que fuera todo lo cruel que quisiera ser con él.

Porque era él el sucio, el culpable…Y no había vuelta de hoja.

(continuará)

3 comentarios en “LA AVENIDA DE LOS TRES IDIOTAS capítulo 1 (+18 años)

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